Una Experiencia

Railroad Bill

Hacía ya dos días que estaba escondido en el pajar de aquel establo. Dos días en los que no había dormido ni tampoco probado bocado. Sin embargo, pensó, el agudo dolor de estómago que el hambre le producía no debía ser ni la mitad de molesto que un tiro en las tripas.

Alargó la mano hacia el saco que tenía a su lado, palpando a través de la arpillera las latas de betún que componían su botín. Una mueca que pretendía ser una sonrisa irónica cruzó su negro rostro: normalmente, cuando se colaba en los vagones de mercancías, seleccionaba todo tipo de artículos, especialmente latas de comida que luego podía vender sin dificultades a las pobres gentes que vivían a lo largo de la vía del ferrocarril que unía Louisville y Nashville con Alabama y Florida; sin embargo, en su última visita al tren, llevado por una codicia impropia en él, sólo cogió latas de betún pensando en los pingües beneficios que podría obtener al venderlas a los artesanos del calzado de Lebanon Junction.

Si tan sólo hubiese robado una lata de judías, no tendría que aguantar aquellos rugidos que provenían de su famélico vientre. Se prometió a sí mismo que cuando saliese de ese embrollo, se comería la enchilada más grande vista en todo el Sur.

A través de una rendija que quedaba entre dos tablones que conformaban la pared podía ver parte del camino que llegaba a la granja. Ésta estaba rodeada de unos pinares que él conocía muy bien de la época en la que estuvo trabajando por aquella zona recogiendo resina de pino para la fabricación de trementina. Su intención era aguantar hasta el anochecer para luego seguir su camino al amparo de las sombras.

No podía bajar la guardia pues las cosas se habían puesto muy feas desde su último encuentro fortuito con los detectives de la L&N. Estaba convencido que su disparo había alcanzado a aquel hombre en una pierna y que no estaba gravemente herido. Pero según pasaron los días, a sus oídos llegó la noticia de que no sólo había fallecido, sino que para colmo de males, el finado era un ayudante del sheriff del Condado de Baldwin, Alabama.

Maldita sea. Él, que nunca disparó su arma para robar un tren, había matado a un jodido ayudante del sheriff. Y ahora, su cabeza valía 500$. Por ese dinero, hasta él mismo se entregaría, sino fuese porque tras su detención, lo más probable es que acabara adornando las ramas de un árbol.

Por fortuna, los carteles de “Se Busca” que habían colgado en cada rincón del estado tenían la imagen de otro hombre y bajo su pseudónimo, Railroad Bill, habían puesto el nombre de un tal Morris Slater.

No tenía ni idea de quién podía ser ese Slater, pero, oh hermano, daba gracias al señor por su existencia, pues mientras los caza recompensas moviesen su culo tras las huellas de aquel tipo, él tendría una existencia más pacífica. O al menos así debería haber sido.

Hacía unos meses que había puesto rumbo al sur, más al sur de Montgomery, con intención de llegar a Pensacola. Kentucky y Alabama ya estaban agitados como avisperos con sus continuos asaltos y quería probar suerte en Florida. Pasaría unos meses por esas tierras y más adelante ya regresaría a Alabama a través del puerto de Mobile, donde se podría gastar en burdeles y casas de juego en tan sólo un par de días los frutos de más de dos años de vida como Railroad Bill.

Aquel debería haber sido un golpe normal. Como todos los que había dado hasta ese momento: pondría su caballo a la altura del tren en marcha, subiría a un vagón de mercancías, arrojaría por la puerta todo lo que quisiese robar, preferiblemente latas que aguantasen el impacto, se lanzaría del tren cuando éste frenase en algún tramo próximo y regresaría al lugar donde había tirado las latas para recuperar su caballo y su botín. Un trabajo limpio.

Pero ese tren le había dado mala espina desde el principio. Parecía que todo era demasiado bueno. El tren iba especialmente despacio cuando saltó desde el caballo. El vagón estaba abarrotado de betún, ¡y cada lata valía cinco veces el precio de las judías, la sopa de tomate o las sardinas! También cuando saltó de tren en marcha, notó que frenaba más de la cuenta. Todo ello era muy sospechoso, pero no cayó en la cuenta de que había caído en una trampa hasta que, cuando estaba llenando el segundo saco con las latas arrojadas desde el tren, vio que tres tipos vestidos como agentes del orden cabalgaban hacia él, rifle en ristre. Saltó sobre su caballo y emprendió la huida, con las balas silbando a su alrededor. Le faltó un pelo, pero consiguió evadirse y ahora, dos días después seguía escondido, pues estaba convencido que en esta caza al hombre contarían con refuerzos, incluidos sabuesos a los que daría a olisquear el saco que había abandonado junto a las vías.

Miró el saco que había estado a punto de costarle el tipo. Qué canallas. Habían pensado en todo. Le habían preparado un atraco sencillo con la idea de pillarle con las manos en la masa y poder colgarle en el árbol más cercano. En vez de esperarle dentro de los vagones, pues no podían saber cuál elegiría él, le irían a buscar donde dejase caer las latas. Y con el valioso cargamento de betún, se aseguraban que volvería a recoger el botín, sustituyendo en la mente de Railroad Bill los recelos y sospechas de una trampa por los dólares y los tragos de whiskey que podría comprar con ellos. No había dudas de que la trampa había sido organizada gracias al chivatazo que les había dado Mark Stinson. Era el único que sabía que Bill pretendía atracar ese tren. Nunca había puesto en duda la lealtad del muchacho ¿Cómo podía un hijo de esclavos ponerse de lado de los blancos? Seguro que Stinson no esperaba que Bill saliese de esa encerrona con vida, pero amigo, ese negro había firmado su sentencia de muerte…

Cuando levantó la vista del saco y miró por la rendija vio que de entre los pinos más cercanos al camino salía una patrulla muy numerosa. Demasiado numerosa como para ser una patrulla de reconocimiento… Aquella era una patrulla de asalto. Sabían que estaba allí. Revisó el tambor de su revólver, llenó de cartuchos el cargador de su Winchester y farfulló una grosera oración.

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Su mujer llevaba meses repitiéndole una y otra vez que no bastaba con ser buena persona y estar bien relacionado: cualquiera que quisiese arrebatar el cargo a Edmund Troupe, alcalde de Brewton, Alabama, tenía que ser adorado por sus conciudadanos. Y él, como sheriff del condado, tenía ahora una oportunidad inmejorable para convertirse en un héroe, conseguir la alcaldía y, quien sabe, en unos años, ser gobernador de Alabama. Y ella sería la gobernadora… con vestidos de seda, y criados, y julepe de menta en el porche, y cenas de verano en la lujosa mansión del gobernador. Su lujosa mansión… ¡Estaba decidido: tenía que hacer de su marido un héroe!

A él no le apetecía nada ser un héroe. Había aceptado el trabajo como alguacil en Brewton porque pensaba que era una manera honrada de ganarse la vida. Por avatares del destino y, principalmente, por su carácter incorruptible, había conseguido llegar a sheriff. No es que no le gustase cumplir con su deber y detener a los cuatreros, los destiladores ilegales y las prostitutas que perturbaban la paz de su pueblo, pero las epopeyas y heroicidades sonaban peligrosas, y él prefería fumar pipa sentado en su mecedora, antes que ir tras los pasos de los hermanos Dalton o de John Wesley Hardin.

Cuando se corrió la voz de que Railroad Bill merodeaba por la zona se le erizaron hasta los pelos del bigote. Ese hombre tenía fama de sanguinario: había atracado más de cien ferrocarriles y se decía que tras cada atraco dejaba un reguero de muertos. Y luego estaba lo de sus poderes sobrenaturales… eso era cosa del diablo, no cabía duda, y para acabar con él, lo que necesitaban era un exorcista, no un sheriff.
Su mujer, cómo no, compartía una opinión bien distinta: si conseguía capturar a Railroad Bill sería aclamado y paseado a los hombros de sus vecinos. Y con los quinientos dólares de la recompensa, podría sufragar una campaña electoral que arrasase con sus adversarios.

Un informante había llegado aquella mañana a su oficina y le había dicho que Railroad Bill había cruzado la frontera del estado y se encontraba escondido en alguna de las pequeñas granjas que existían entre las explotaciones de trementina de Bluff Springs, Florida. Railroad Bill ya no se encontraba en su jurisdicción y gustosamente habría dejado el caso en las manos de su colega de Florida, sin embargo, ya se había anunciado públicamente que el sheriff estaba buscando voluntarios para ir a la caza y captura del criminal.

Así fue cómo Edward S. McMillan, sheriff del condado de Escambia, Alabama, se encontró a sí mismo dirigiendo una partida para capturar al forajido más peligroso de la región. A pesar de todo, no había perdido del todo el humor y soltó una carcajada mientras pensaba que ningún salteador de trenes podría causarle más quebraderos de cabeza de los que le ocasionaba su querida mujercita.

Por la tarde, McMillan ya había reclutado hombres suficientes como para detener a todos los delincuentes del condado. Entre Brewton y Bluff Springs había apenas veinte millas, por lo que, en sus caballos, tardaron menos de una hora en hacer el recorrido. Durante el mismo, a McMillan le vinieron a la cabeza varias veces las palabras de advertencia que le había dicho el soplón esa mañana: “Tenga mucho cuidado, sheriff. Railroad Bill ya está esperándoles.” Un escalofrío le recorrió el cuerpo, y para insuflarse valor o, más bien, para disimular delante de sus hombres, les arengó acerca de lo importante que era no cometer ningún error.

Tras varias indagaciones, averiguaron el lugar exacto donde hacía dos días había llegado un hombre negro montado a caballo. Se trataba de una granja abandonada, a medio camino entre la línea del tren y el río Conecuh, cerca del molino de Pritchell.

Llegaron a la granja cuando estaba anocheciendo. El aire cargado de humedad era casi irrespirable y el lugar estaba sumido en un incómodo silencio que helaba la sangre de todos los hombres: ni un pájaro, ni una rana, ni un grillo.

Pareciera que todos los animales hubiesen huido de aquel bosque por temor a lo que iba a suceder de un momento a otro.

Los hombres del sheriff se apostaron a una distancia prudencial del establo. Durante dos horas escudriñaron la fachada del edificio, sin decir una palabra. No habían visto nada, pero todos sabían que allí dentro estaba el forajido. Notaban su presencia.

Los nervios iban en aumento. Los rifles temblaban en las manos de los hombres de la partida, incapaces mover un músculo que no fuesen los párpados, doloridos de fijar la mirada durante tanto tiempo.
Desesperado, el sheriff llamó con un susurro a dos de sus hombres y les ordenó acercarse desde los flancos a la fachada principal y prender fuego al establo. Confiaba que el humo hiciese salir a Railroad Bill de su escondrijo, momento en el que podrían prepararle una emboscada.

Una vez el fuego habría prendido lo suficiente, los hombres del sheriff rodearon el edificio. La oscuridad era ahora total, salvo por las llamas provenientes de la parte delantera del establo. El juego de sombras y luces anaranjadas daba un aspecto infernal a la escena que no ayudaba a tranquilizar los ánimos de los sitiadores.

McMillan cubría la fachada principal, donde el fuego ya subía hasta el pajar. No era probable que Railroad Bill eligiese esa fachada para salir, pues estaba completamente en llamas, pero desde allí, McMillan podía controlar la posición de todos sus hombres y atisbar cualquier llamada de alerta que se produjese en el perímetro del establo.

Tanta emoción le estaba vapuleando el pecho con unos latidos del corazón que resonaban en sus oídos. Bum, bum. Bum, bum. Si salía de esta, se merecería el puesto de alcalde, el de gobernador y el de presidente de los Estados Unidos, pero lo que ahora mismo deseaba era poder fumarse una pipa y mezclar el humo de su tabaco con el humo dulce que procedía del establo. Un momento, el olor de ese humo… Era como… Sí, no cabía duda. Era betún. El humo olía a betún.

Eso sólo podía significar una cosa: el fuego había alcanzado el botín que Railroad Bill había obtenido dos días antes. O ese negro salía ya del establo o se iba a calcinar allí dentro. Señor, protégeme en estos momentos y guía mi arma para acabar con ese siervo de Satanás…

De repente, el sheriff oyó el ruido de las hojas secas crujiendo bajo el peso de un animal. Se giró y encañonó con su rifle el lugar de donde procedían los pasos. Allí había un zorro. El animal detuvo su movimiento y fijó los ojos en McMillan. Era una mirada inteligente, más que el de cualquier raposa que hubiese visto nunca. Parecía querer decirle algo…

El zorro miró a través de McMillan como si estuviese viendo algo ubicado detrás del sheriff. Éste giró en redondo y se encontró cara a cara con Railroad Bill. Dos rostros iluminados por el fuego, cubiertos por perlas de sudor. Estáticos. Sonó un disparo y uno de los rostros cerró los ojos.

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Aquella mañana Mamá Carr abrió la puerta de su cabaña esperando encontrar una lata de judías y una lata de sopa, como sucedía cuando Railroad Bill estaba por la región. Aquel muchacho siempre le dejaba como regalo algo de la comida que robaba de los trenes de los blancos a sabiendas de lo pobre que ella era.

Mamá Carr era una viuda negra muy, muy vieja. Nadie sabía su edad a ciencia cierta, pero decían que cuando Lincoln liberó a los esclavos treinta años antes ella ya era viuda y muy, muy vieja. Estaba prácticamente ciega y vivía sola en una cabaña destartalada a las afueras de Brewton.

La gente quería mucho a Mamá Carr, pues era la memoria viva del pueblo. Había conocido a los abuelos de todos los negros del pueblo y alrededores. Además, sabía mil remedios caseros para curar las dolencias más comunes, incluidas las del espíritu. Incluso había quien afirmaba que Mamá Carr, de joven, había fabricado mojos y amuletos y todavía mantenía ciertas dotes de clarividencia.

A pesar del cariño de sus vecinos, la pobreza en la que vivían todos los negros hacía que la caridad fuese administrada a cuentagotas, por lo que Mamá Carr pasaba auténticos problemas para poder echarse algo caliente al coleto. No obstante, ese muchacho negro que asaltaba trenes ayudaba a Mamá Carr siempre que podía.

Bill era nieto de una de las esclavas que llegó con Mamá Carr de África en uno de los últimos barcos negreros, a principios de siglo. Ambas mujeres coincidieron también en la plantación de Kali Oka donde trabajaron toda su vida y donde se hicieron muy amigas. A su muerte, la abuela de Bill le hizo prometer que ayudaría a Mamá Carr para que no le faltase nunca alimento. Y así hizo Railroad Bill, que siempre guardaba parte de su botín para Mamá Carr.

Sí, Mamá Carr quería a ese muchacho. Al igual que sus vecinos, que apreciaban a Railroad Bill no sólo porque ayudase a Mamá Carr o porque les vendiese las latas de comida que robaba a un precio mucho más bajo que los colmados del pueblo. Railroad Bill se había convertido en una figura legendaria gracias a las hazañas que de él se contaban, de cómo burlaba la vigilancia de los detectives del ferrocarril, de cómo conseguía escapar de las emboscadas. En definitiva, de cómo le tomaba el pelo a los agentes blancos.

Y esto, a los negros les gustaba: que un hermano tuviese las agallas y la fortuna para reírse en la cara de los blancos y seguir con vida era lo más emocionante que un negro había hecho por aquellos lares.

Hasta se decía que Railroad Bill tenía poderes sobrenaturales y era capaz de transformarse en cualquier animal, motivo por el cual, era imposible atraparle. Su animal favorito, decían, era el zorro, aunque también se contaba la historia de cuando se hizo pasar por un sabueso del sheriff para ir a ver a su novia un día que rodearon la casa de ésta para tenderle una trampa.

También corría el rumor de que sólo se le podía matar con una bala de plata, por lo que los cazarecompensas lo tenían muy difícil para poder cobrar los quinientos dólares que valía su cabeza. Y todos estos poderes procedían de la vieja Mamá Carr, afirmaban los lugareños más supersticiosos. Eran encantamientos que Mamá Carr trajo de África y enseñó a Railroad Bill cuando éste era un niño, con el fin de que pudiese proteger a su gente.

Leyendas aparte, lo cierto es que había mucho ajetreo estos días en Brewton. Railroad Bill había vuelto de Kentucky a la región donde creció y todos los negros estaban contentos por ello. Los blancos, en cambio, estaban nerviosos. Sobre todo después de la última huida in extremis de Railroad Bill tres días atrás.

En el pueblo habían organizado un partida de caza cuya presa pretendían fuese Railroad Bill. A la promesa de una jugosa recompensa, junto al sheriff McMillan habían partido la tarde anterior cinco valientes y eminentes ciudadanos de Brewton: el dueño del colmado, harto de la competencia desleal que suponían los precios a los que Bill vendía los frutos de sus robos; el reverendo Smith, que veía la mano del maligno en los actos del forajido; el granjero Mike ‘Caraquemada’ Thompson, cuya mujer decían se sentía atraída por los hombres negros, tan fuertes y viriles, desde que una noche se topó con Railroad Bill en una revuelta del camino tras su granja; y dos vagabundos borrachos que habían pasado la noche en el calabozo y que se apuntaron al grupo de voluntarios a cambio de la retirada de los cargos de vagancia y embriaguez en la vía pública.

Cuando Mamá Carr iba a entrar de nuevo en su cabaña, oyó un alboroto que no presagiaba nada bueno. A lo lejos, sus velados ojos apenas divisaban una multitud, y una vecina le describió la escena: los hombres de la partida traían sobre sus hombros al sheriff. A su paso, los hombres, las mujeres y los niños abandonaban sus tareas, salían de sus casas y se unían a la muchedumbre.

Cuando el grupo llegó a la altura de Mamá Carr y la vecina que hacía la función de sus ojos, éstas constataron que, efectivamente, era el sheriff McMillan quien iba a hombros de la gente. También pudieron comprobar otro detalle: el sheriff estaba muerto.

Uno de los vecinos que había seguido al grupo, se separó de éste y se acercó a Mamá Carr. Anoche hubo un tiroteo, contó casi sin resuello. Tenían a Railroad Bill rodeado en una cuadra y le pegaron fuego para forzarle a salir. De repente, los hombres oyeron un disparo procedente de la zona donde estaba apostado el sheriff. Corrieron hacia allá y vieron a un zorro huir del lugar donde yacía el cuerpo del sheriff. Abrieron fuego hasta que acabaron con toda la munición que llevaban. Ningún ser vivo podría haber sobrevivido a aquella lluvia de plomo.

Cuando se disipó el humo de la pólvora, se acercaron al cuerpo de McMillan. Estaba herido de muerte: un único disparo en el corazón. Llegaron justo a tiempo para asistir a su último suspiro.

Batieron los alrededores durante horas buscando el cuerpo de Railroad Bill, convencidos que alguno de sus disparos habría dado en el blanco y que éste, el zorro, era el forajido. No encontraron nada: ni cuerpo, ni manchas de sangre, ni huellas de animal o persona. Era como si la única persona que hubiese estado en ese lugar fuese McMillan.

Mamá Carr pareció sonreír al escuchar las noticias que le traían. Dios bendiga a Railroad Bill. Ese pilluelo seguía vivo y seguiría trayéndole comida por las mañanas, como había hecho hasta entonces.
Otro vecino que había escuchado la historia recién narrada, cogió un banjo del porche de su casa, y tras afinar un par de cuerdas cantó la siguiente balada:

Talk ‘bout yo’ five an’ ten dollar bill,
Ain’t no Bill like ole desperado Bill,
Says, Right on desperado Bill.
Railroad Bill, he went donw Souf,
Shot all de teef, out o’ de constable’s mouf,
Wa’n’t he bad, wa’n’t he bad, wa’n’t he bad.
Railroad Bill was mighty sport,
Shot all buttons off high sheriff’s coat
Den hollered, “Right on desperado Bill!”

“Railroad Bill (with Woody Guthrie)” de Ramblin’ Jack Elliott…

Railroad Bill – Lonnie Donegan