Bob Dylan, la respuesta no está en el Nobel
Con esa vocación profética que le caracteriza de un modo explícito en el mundo del rock, el escritor José Agustín cerraba de este modo un viejo artículo sobre Bob Dylan, a finales de los sesenta: “Creo, sinceramente, que sólo se podrá comprender a Dylan hasta dentro de algunos años, por el momento (este juglar) se halla muy por delante de todos”. Mucho tiempo después, en el 2016, apenas estamos comprendiendo el sentido de su lírica poética al voltear la cara y darnos cuenta de que la academia sueca lo galardonó con la máxima investidura literaria, el Nobel. Falta que él acepte o que vaya a la ceremonia o decline definitivamente este galardón tan cuestionado y que tantos berrinches viene generando en radicales.
Pero Dylan ni suda ni se acongoja. La polémica le hace lo que el viento a Juárez. Está más allá del bien y del mal. Él, que influenció con su intelecto a medio mundo del rock, pero también del folk y hasta del cine, en su faceta como actor y consejero de directores. Dylan será siempre Dylan, con premios o sin ellos, con su escasa voz nasal, con sus canas poblando la enmarañada cabellera, con su acompasado rasgueo de lira, con sus largos periodos de ascetismo, con la buena onda y el compañerismo que le tiran sus amigos, que son muchos y que se regocijan invitándolo a conciertos o para que engalane con su presencia alguno de sus discos, no importa que la aportación sea pequeña. La lista es larga, casi cualquiera de primer nivel que usted imagine lo ha hecho, baste recordar a dos de ellos, George Harrison y Eric Clapton.
Los versos de muchas canciones de Robert Allen Zimmerman, que así se llama en realidad, no dicen trivialidades, sino que exponen un punto de vista fresco e inconforme de la humanidad civilizada. Que dicha inquietud haya permeado tanto y marcado tanta influencia es aún más significativo. También según José Agustín millones de fanáticos se han interesado en Dylan ya sea por sus propias interpretaciones o las que hicieron de temas suyos numerosos grupos y solistas. Cada canción de este tipo es un cartucho de dinamita para los convencionalismos y las sagradas costumbres de los sistemas sociales que padecemos. Se puede generalizar un poco y decir que el buen folk rock, en sus letras, se manifiesta en contra de la hipocresía, la mezquindad, el egoísmo, la mojigatería, el fanatismo, el patrioterismo, la guerra, la explotación o la miseria y, en contraparte, la lucha por la paz, el amor, la creatividad, la equidad entre los sexos y el cambio de todo lo obsoleto. Esos también fueron rasgos evidentes en la poética y en la propuesta musical del premiado Dylan.
Folk, blues, beat y espíritu bohemio
Si hablamos de personajes proféticos, el cantautor de música folk Woody Guthrie lanzó una frase que sería tremenda consigna para las generaciones que después vendrían: “Ésta máquina mata fascistas”, refiriéndose a su guitarra de madera, frase colocada en uno de los extremos de la misma. Con ello, la letra y las actitudes de los artistas cobraban un sentido nuevo, situado en la identificación con la gente común, con los pobres y los oprimidos, así como contra cualquier forma de explotación. Leadbelly era redescubierto tras salir de prisión y en un mismo y excitante saco se vaciaban muchas formas de expresión musical y artística. El jazz era la vanguardia durante la primera mitad de los sesenta, y al folk lo confundían con el blues y viceversa. Algunos bluesmen tuvieron que aceptar que los anunciasen como intérpretes de jazz para que hubiera un mercado más amplio de contrataciones.
Big Bill Broonzy fue de los primeros en hacerlo. El joven Bob Dylan creció en este caldero de expresiones artísticas por doquier asimilando un poco de cada corriente, literaria y sónica. La poesía beat estaba cocinándose a fuego lento, sin embargo, sería en el mundo del blues en donde Dylan daría algunos de sus primeros pasos sólidos.
Siendo apenas un joven huesero, una esponjita que todo lo absorbía, aceptó la invitación de echar la paloma en cuatro canciones de dos consagrados cantantes de blues: Victoria Spivey y Big Joe Williams (el laureado compositor de Baby Please Don’t Go), en un excitante álbum titulado Three Kings and the Queen, grabado en unos cuantos días en los estudios Cue Recording de Nueva York, en 1962. Los temas en donde interviene soplando apasionadamente su armónica, y a veces haciendo coros, son Sitting on top of the world, Wichita; Big Joe, Dylan y Victoria, y It’s Dangerous.
Algo interesante debió advertir Big Joe Williams en el muchacho nativo de Minnesota, para aceptar que tocara la armónica, recordemos que él entendía de este asunto pues había trabajado durante largo tiempo junto a uno de los titanes de la armónica de postguerra, John Lee Sonny Boy Williamson. La otra gran escuela de donde Zimmerman encontró la inspiración para escribir sus laureadas letras fue de la generación beat y de sus poetas malditos, Allen Ginsberg, William Burroughs y Michael McClure, entre otros.
Todos coincidían en que la poesía tenía que agitar conciencias, aunque este propósito conoció muy diversos caminos estéticos, desde el violento tono profético que Ginsberg heredó de William Blake, hasta la sobrecogedora serenidad expresiva de Jack Keruoac. La relación del beat con la música viene desde sus mismos orígenes terminológicos, pues a pesar de las significaciones que le dieron estos poetas, el término beat procede del argot que utilizaban los músicos de jazz de la época.
Sin embargo, el beat encontraría en el rock el territorio ideal para la natural prolongación de sus preocupaciones temáticas, aunque ese traslado no sería inmediato. Durante los primeros años del rock, este estilo se convertiría en le expresión sonora de una rebeldía que flotaba en el ambiente y que, en algunos puntos, coincidía con el ideario beat.
Sería necesario esperar hasta las corrientes contraculturales de mediados de los sesenta para que el beat tuviera su correspondencia más justa y equilibrada en el mundo de la música rock, cantautores precisamente como Bob Dylan se apropiaron respetuosamente de dicha mística del outsider, de esa reivindicación teñida de romanticismo, de la cara oculta del sueño americano. A partir de Dylan, la adopción del modelo no sería abandonada por completo en ningún momento. Incluso en la década de los ochenta habría lugar para que un neo-beat extraño e innovador como Tom Waits lograse articular un discurso poético musical de singular relevancia.
Coronar al Everest
En 1988, cuando Dylan ingresó al Salón de la Fama del Rock and Roll, Bruce Springsteen afirmó: “Bob liberó nuestra mente del mismo modo que Elvis liberó nuestro cuerpo. Nos enseñó que el mero hecho de que la música fuera naturalmente física no significaba que fuera anti-intelectual”. La lectura de sus letras lo reafirma. Hoy, en relación con la decisión de otorgar el premio Nobel a Bob Dylan, el escritor Salman Rushdie dice: “Desde Orfeo hasta Faiz [Ahmad Faiz, poeta paquistaní fallecido en 2008], la canción y la poesía siempre han estado estrechamente vinculadas. Dylan es el brillante heredero de la tradición bárdica”. La escucha de sus canciones lo demuestra. A su vez, el músico y poeta canadiense Leonard Cohen ha lanzado otra definición postrera, “el Nobel a Dylan es como premiar al Everest por ser la montaña más alta”, generosas palabras que en el trasfondo llevan la admiración y el orgullo que los escritores y poetas sienten por otro de sus semejantes en el pináculo de la fama.
Particularmente, en la canción The Times They are a-Changin, una de sus primeras, Dylan proclama una indiscutible verdad: los tiempos están cambiando. Y con ellos, este inquieto cantautor que, tras revolucionar el folk con su emblemático álbum The Freewheelin’ Bob Dylan, ha pasado los últimos 55 años explorando y renovando prácticamente todos los caminos de la música popular estadounidense: el blues (Blonde on Blonde), el country (Nashville Skyline), el góspel (Slow Train Coming) y hasta los villancicos (Christmas in the Heart), por ejemplificar brevemente.
Bob Dylan – The Times They Are A-Changin’
Además, teniendo siempre como premisa una constante mutación en el enfoque musical y vocal de sus composiciones, Bob Dylan ha hecho entrega (en aproximadamente 60 discos), de una obra inestimable que ha sido justamente reconocida con algunos de los más prestigiosos premios: Grammys, Globos de Oro, un Óscar a la mejor canción original, el Pulitzer por su aporte a la música y la cultura estadounidenses, un doctorado honoris causa por la Universidad de Princeton, y ahora el premio Nobel de Literatura.
De las 113 personas que han recibido tan codiciado galardón, Bob Dylan es el primer músico. Solo tiene dos libros en su haber (Tarántula y Crónicas, volumen 1), y es obvio que el premio no se le concedió por ellos. Basta abrir el cuadernillo de cualquiera de sus discos y leer las letras de sus canciones para entender la decisión del jurado. Se trata de verdaderos poemas compuestos con una inusitada sofisticación estructural más cercana a los trabajos de las vanguardias literarias del siglo XX que al esquemático mainstream musical.
Y son estas letras las que le han merecido ser comparado con autores consagrados como John Keats y T.S. Eliot y lo han convertido en una de las figuras más influyentes de nuestro tiempo, no solo en el aspecto musical, sino culturalmente hablando. Así, la Academia sueca reconoce que entrega el premio a Dylan por “su creación de nuevos modos de expresión poética dentro de la gran tradición de la música estadounidense”.