Instrucciones para escuchar a Elmore James
No debí de hacerte caso, Adriana. Después de tantos años de andar vagando como loquito, de intentar juntar los pedazos que alguna vez fui, siempre sin resultado y sin provecho, hoy lo comprendo. Destapo la botella de Añejo y saco de su funda The Resurrection of Elmore James. ¿Te acuerdas? Nuestro disco favorito, el álbum elegido entre muchos otros del rey del slide eléctrico, el de la voz como un rugido de predicador perverso, el hombre que murió joven cuando llegó a tiempo a su cita en la encrucijada. Tal vez no me lo creas pero yo sé que es para Ripley: en plena era de las memorias USB, cuando toda clase de sonidos se digitalizan, insisto en pensar que no ocurre nada y coloco el vinil sobre el tornamesa Packard Bell modelo 1990, y dejo que aparezcan poco a poco la música y los presentimientos. Make my dreams come true.
No debí de hacerte caso. Antes de convertirme en el fantasma que soy ahora, en el despojo que reparte sablazos aquí y allá para poder medio comer, entiendo que debí aclarar contigo todas mis dudas aquella madrugada de pesadilla, y dejar para después eso de las palabras necias y los oídos sordos. Siempre fuiste una predecible. Amabas y herías con la misma sorprendente frivolidad, con el mismo desparpajo. Lo mismo repartías dolor a tus semejantes que tiernas rosas de dulzura prendidas con alfileres sangrantes.
“Es que todavía no ha madurado, dale un poco de tiempo, ténle paciencia y verás que felices van a ser los dos” me recomendaba la gente. Lo que vivimos aquella tarde decembrina en los juegos mecánicos, trepados los dos en el tren velocísimo, con frecuencia regresa a mi memoria: el aire frío golpeaba en cada curva nuestro rostro, y yo te miraba a cada rato, Adriana, y escuchaba tu risa insolente cavar una tumba profunda en mi alma, risa que me sigue taladrando noche a noche en que observo la huella de tu cuerpo dibujada sobre mi cama vacía y te echo de menos y me duele.
No me cansaba de mirarte ni de recorrerte con todos los sentidos posibles, centímetro a centímetro, ávidos los dedos, ágil el olfato. No me cansaba de tocarte, Adriana, no me cansaba de palpar tu piel mojada sobre la hierba fresca del parque, en la oscuridad cómplice del Bar León después, en la Bodega de Pantitlán en donde hacíamos el amor mientras en otro cuarto velaban a tu primo con tazas de café y llanto de plañideras, en el cuarto del hotel Brasil, refugio de quinta categoría en donde nos matábamos suavemente el uno al otro. I can’t stop loving you.
¿De verdad te acuerdas de todo esto que hoy evoco? ¿En realidad ocupa un lugar importante dentro de tu historia? Nada importaba que en aquellos tiempos, la cima del mundo desapareciera a gotas, como llueve ahora, insistentemente, sobre los cristales empañados de esta buhardilla inmunda en donde habito y sobre mi corazón que ya palpita de puro obstinado. Late hours at midnight.
Estoy solo. Adriana. Lo digo por si no lo sabes. Hoy son otros los hombres que gozan de tus días, de tu cabello enmarañado y de tu piel de durazno. Otros comparten hoy mismo tus arrebatos de niña treintañera, porque siempre fuiste una predecible, te encantaba serlo. Gracias a tus señales adelantadas en momentos críticos, esperaba resignado tu decisión, presentía aquello que se avecinaba. Me lo decía tu frialdad de las últimas semanas, tus pretextos absurdos cada vez que intentaba acercarme: “Discúlpame esta noche, por favor, me duele la cabeza”; el follaje de tu bosque que ya no se abría ante el fragor de mis dedos. Lo presentía, pese a todo trataba de justificarlo por culpa del empleo recién perdido y por todos esos lujos absurdos que ya no podría darte. Hawaiian Boogie.
El Añejo se desliza con dificultad por la garganta y una película desgastada recorre en mi cabeza los días que viví hace 15 años ¡Cuánto he cambiado desde entonces! Cuántos rezos se han estrellado en los muros buscando mi salvación. Conocí toda clase de peligros y conocí el mundo. Sabía de las consecuencias de mis actos y no me importaba, pero hoy, en que camino a tientas como un ciego por las orillas del precipicio que yo mismo he construido, sin dirección posible y sin faro, insisto en pensar que no debí tomar tan apecho tus palabras, debí mantener la cabeza bien fría aquella madrugada nefasta cuando, llena de odio y completamente ebria, me dijiste a través de la bocina del teléfono: “Escúchalo bien, cabrón: el hijo que espero no es tuyo ¿qué te parece? ¿con que no me creías capaz de hacerlo? ¿eh? Pues bien, ahora ya lo sabes. Jódete”, y después sólo atinaste a colgar en medio del bullicio que se desprendía de un congal en erupción…
Y entonces como ahora saqué de su funda The Resurrection of Elmore James, prendí el tornamesa Packard Bell modelo 1990 y dejé que la música y los presentimientos hicieran poco a poco su tarea, como lo habían hecho antes, como lo habían hecho siempre, como el recuerdo de tu rostro al que ya no he vuelto a ver desde entonces.
Si no hubiera hecho caso de tus provocaciones, de tus bravatas de mujer loca y pendenciera, y si hubiera desechado mi estúpido orgullo para investigar a fondo cada una de tus amenazas, y exigir en cambio, pruebas médicas de la paternidad, o en su caso, del engaño, al menos tendría ahorita un motivo importante para seguir aquí arrastrando los huesos, o de plano un pretexto fuerte para mandar todo al diablo y no andar regando escoria por las esquinas.
Pero el hubiera no existe, como tampoco existe la fe a estas horas interminables del insomnio. Mejor dejo que la aguja del tocadiscos se hunda otra vez en esa música profunda que me hace recordarte tanto, Adriana, mi amor. Me sirvo otro vaso de ron y a lo lejos Elmore James me guiña un ojo detrás de los gruesos cristales de sus gafas. Make a little love. Que comience el lado B.