Cuento: El disco más raro del mundo
Para cubrir en definitiva la pesada deuda conmigo, el anticuario de la calle Génova por fin mostró tener visión de negocios. Decidió transferir el adeudo económico a otro coleccionista más solvente. Interesante medida, pensé. El personaje en cuestión me ofrecería, a cambio del dinero prestado hace muchísimo tiempo, la posesión de cierto objeto histórico sumamente valioso. “Amigo, quedarás completamente satisfecho, estoy seguro. Es posible, incluso, que hasta me salgas debiendo ¿puedes creerlo? Eres un hombre afortunado“, presumió el vejete.
Se me hizo fácil aceptar. Yo también conozco el apremio de endeudarse con tal de aumentar las colecciones que uno ama, pero existen reglas no escritas y compromisos de honor, poco conocidos para gente sin escrúpulos como este falso especialista. Cualquier presunto engaño será motivo, ahora sí, de futuros pleitos judiciales.
La cita quedó fijada al día siguiente a las nueve de la noche en la colonia Anáhuac, justo detrás del antiguo cine Marina. Con el recelo normal de visitar espacios peligrosos de la zona metropolitana, a la hora exacta apareció un sujeto de casi dos metros de estatura vestido todo de negro, con abultado abrigo de lana, sombrero tipo borsalino y guantes de piel.
Después de saludarnos gentilmente y de avanzar hasta zonas mejor iluminadas por farolas, sacó del abrigo un sobre de cartón con el mayor sigilo. “Este será el objeto supremo de tu colección -explicó cauteloso, la mirada puesta de soslayo en ambas esquinas de la calle desierta-, para tenerlo y gozar del contenido debes cumplir primero un pequeño requisito”. Lo saqué de la funda y allí estaba: Robert Johnson 1937. Disco original de 10 pulgadas. Dangerous Road Blues. Partes 1 y 2. Grabación número 30, Vocalion Records.
Tenía en las manos el disco más buscado en la historia del rock, el argumento perfecto para escribir películas sobre pactos satánicos y artículos meticulosos sobre cambios de personalidad, un tesoro prensado en pasta negra de valor incalculable porque incalculable es su rareza sin comparación en el mundo.
Cuántos coleccionistas y melómanos sucumbieron ante la vaga esperanza de poder siquiera mirarlo -reflexioné en silencio, sometido por aquél extraño objeto de reflejos iridiscentes-, cuántos otros persisten en mantener viva la flama de algún hipotético encuentro, siempre en espera del descubrimiento póstumo, ese que ha de conducirlos al olimpo supremo de las posesiones musicales: Robert Crumb, Bob Koester, los descendientes de Álvaro Mutis, Eric Clapton, Jim O’Neil, cientos de ellos, quizá miles. Nadie en el planeta pudo dar con él, y ahora es mío, sólo mío.
Hundido en contemplaciones minuciosas, revisando el ejemplar a cada centímetro, transcurrieron varios minutos que me parecieron eternos. Decidí terminar el suplicio de la espera. – Muy bien caballero, acepto el trato -respondí nervioso, el panorama nocturno de la Anáhuac comenzaba a preocuparme-, muchas gracias y hasta pronto…
– “Aguarda, no tan de prisa”- objetó.
– ¿Qué pasa?
Por contestación removió otra vez el interior de su abrigo, luego puso frente a mí un documento, una hoja de papel quebradizo de aspecto amarillento. “Para que haya validez en el trato, primero debes firmar aquí, en el calce“.
Bañada por luz mortecina escudriñé en la línea superior la leyenda: Pacto fáustico para vender almas, entonces se quitó los guantes y observé perturbado dos garras afiladas cubiertas de espeso pelambre. Tras varios segundos de desconcierto, apreté el disco muy fuerte contra el pecho y sólo atiné a decir “haga el favor de picarme aquí en el dedo índice, buen hombre”. El sujeto comenzó a reír.
*Nota del editor: El presente texto forma parte de un libro que el autor viene preparando.