Charla con Eduardo Farrés
Hace unos meses acudí a la presentación del documental “Blues del Otro Lado del Río”, y días después reflexionaba sobre lo que había visto y escuchado en él. En realidad, desde el título me parecía que le quedó muy grande al proyecto. Sigo suponiendo que el autor al referirse al ‘otro lado del río’ quiere decir a todo el país, a México con sus 32 entidades federativas, aunque las escenas y las agrupaciones incluidas, apenas son unas cuantas de la Ciudad de México y del área metropolitana.
Pero bueno, seguí pensando en esa propuesta de la escena del blues en México y traté de enlistar las demás entidades que al menos tenemos conocimiento de que hay bandas, presentaciones y festivales de blues. Y por cierto, lo hay en casi todas. En el estado de Oaxaca, en particular, sabía que hay algo de movimiento en Puerto Escondido y sus alrededores, pero no en la capital.
Mi sorpresa hoy en día, es que sí lo hay. Ha sido agradable recibir material interesante y fresco de una banda, La Mezcalera Blues Band, que lo viene haciendo en esa ciudad. El contacto ha sido con Eduardo Farrés, integrante de la agrupación, que hoy lo tenemos aquí en esta entrevista…
¿Cómo se autodescribe Eduardo Farrés?
Soy un músico con el alma alimentada por el blues, pero con la mente abierta a toda la buena música. Un eterno aprendiz de la guitarra que cree en la honestidad y la emoción por encima de todo, y que encontró en el blues el lenguaje más puro para expresarlas. Me describo como un buscador incansable de sonidos con alma. Fui ese chico que creció entre el jazz de Coltrane, la complejidad del rock progresivo y la poesía de Spinetta, y que terminó encontrando el hogar de todas esas pasiones en el blues.
No me interesa ser una copia de los grandes maestros, sino un intérprete honesto que dialoga con esa tradición desde mi propio lenguaje y mis propias influencias. En el fondo, soy un tipo agradecido que tuvo la suerte de nacer en una casa llena de música bellísima y que ha dedicado su vida a honrar ese regalo.
¿Desde cuándo y cómo es que inicia tu gusto por la música?
Mi amor por la música es algo que, literalmente, respiré desde la cuna. Tuve la inmensa suerte de nacer en un hogar donde siempre sonaba música bellísima. Viviamos en La Habana vieja, había música en todas partes y mis padres tenían el tocadiscos encendido todo el día, y así, desde pequeño, me empapé de los genios: desde el swing elegante de Duke Ellington y la innovación de Coltrane y Miles Davis, hasta la profundidad de Bach y la intensidad de Tchaikovski y Beethoven. Y, por supuesto, los Beatles, que son eternos; aún hoy suenan con una frescura maravillosa.
Pero el verdadero click, el momento en el que la música se convirtió en mi lenguaje, llegó en la adolescencia, allá en Buenos Aires. Fue cuando el rock argentino irrumpió con toda su fuerza. Descubrí a guitarristas increíbles y lastimosamente poco conocidos fuera de Argentina, como Ricardo Soulé, Pappo –que nos dejó un legado impresionante–, David Lebón o Ricardo Mollo. Todos ellos tenían un lenguaje único y un vuelo magnífico.
Sin embargo, fue Luis Alberto Spinetta quien me tocó más profundamente. Su honestidad musical, su búsqueda de una voz personal sin claudicar ante las modas… fue un músico de talla mundial, un poeta excelso, un compositor tremendo y un guitarrista sublime. Su música me marcó a fuego; gasté sus discos de escucharlos horas y horas, y aún lo hago muy seguido.
Ese camino me llevó directamente al rock progresivo, que fue una escuela para mí. Bandas como Yes, Genesis, Camel, Pink Floyd, Jethro Tull, King Crimson o Emerson, Lake & Palmer fueron mi soundtrack durante años. Y, por supuesto, Frank Zappa, de quien sigo siendo devoto. Zappa fue un compositor y guitarrista único, y su música todavía me emociona y me maravilla. Y en el medio de todo eso, mucho antes de empezar a estudiar la guitarra eléctrica seriamente, ya sentía una conexión visceral y profunda con el blues.
Es un género que valoro enormemente y al que le he dedicado mi vida entera. Aunque toque otros estilos, el blues siempre está ahí, en la base de mi forma de construir frases e improvisar. Obviamente, nunca me propuse sonar como Hendrix, Clapton, Stevie Ray o B.B. King –¡tampoco podría!–, pero su música recorre mis venas todo el tiempo. Es el fundamento de todo.
¿Cómo llega la guitarra y el blues a tu vida?
La guitarra llegó primero, casi como un objeto de deseo prohibido. Recuerdo que en la casa de mi abuela en La Habana había una guitarra colgada en la pared, que había pertenecido a algún antepasado. A mí no me dejaban tocarla, así que me volvía un pequeño conspirador: me escondía, la bajaba y la exploraba en absoluta soledad, hasta que alguien me descubría y me la volvía a quitar. Esa fue la primera chispa.
Pero el verdadero flechazo con la guitarra eléctrica sucedió cuando emigramos a la tierra de mi familia materna en Buenos Aires. Tendría unos 12 años, y con un amigo teníamos un ritual: recorríamos todas las tiendas de música con la excusa de «probar» guitarras. Claro, no teníamos un peso para comprar nada, pero la sensación de tener una Fender Stratocaster entre las manos era algo absolutamente indescriptible, una especie de magia pura. Y luego vino el blues, que llegó para quedarse a través de los oídos.
Por esa misma época, mi madre me regaló un disco compilatorio que se llamaba «Grandes Guitarristas». Yo lo puse, y ahí venía: ‘All Along the Watchtower’, versionada por Jimi Hendrix. Literalmente enloquecí. No podía creer lo que escuchaba. Ese sonido fue la puerta de entrada directa a todo un universo: empecé a devorar todo el blues que caía en mis manos. Buddy Guy, Muddy Waters, el poder de Stevie Ray Vaughan, la crudeza argentina de Pappo’s Blues…
Me hice devoto de Eric Clapton. Era un mundo nuevo y visceral que resonaba con algo muy profundo en mí. El círculo se cerró alrededor de los 15 años, cuando mi madre, con un esfuerzo enorme, me compró mi primera guitarra. Era barata, nada que ver con las Fender que admiraba en las vitrinas, pero era mi guitarra. Desde ese día, no he parado de tocarla. Esa guitarra fue la llave que me permitió responder, de alguna manera, a la llamada que Jimi Hendrix me había hecho años antes. Y hasta hoy, ese sigue siendo el diálogo.
¿Qué significa el blues para tí?
Para mí, el blues es mucho más que un género musical; es una filosofía de vida y el lenguaje más honesto que conozco para expresar lo que se lleva dentro. Es la raíz de casi todo lo que amo. Cuando descubrí a esos gigantes—Howlin’ Wolf con su voz de tierra, Muddy Waters y su slide hipnótico, la fuerza cruda de Buddy Guy—entendí que toda la música que me había criado, desde el rock hasta el jazz, bebía de esta misma fuente. El blues es la columna vertebral.
Pero su significado para mí es aún más personal. El blues es autenticidad. Es la música que no te miente, que no necesita piruetas técnicas complejas para conectar con el alma. Me enseñó, desde muy joven, que una sola nota bien sentida, con feeling, vale más que mil notas vacías. Esa lección de honestidad es algo que aplico no solo a la música, sino a todo.
También es mi espacio de libertad total. Cuando improviso, aunque tenga toda la teoría en la cabeza, el blues es el terreno donde dejo de pensar y simplemente siento. Es ese lugar donde todas mis influencias—la complejidad del rock progresivo, la poesía de Spinetta, la irreverencia de Zappa—se funden y se filtran a través de ese lenguaje visceral y primario. No busco sonar como un purista del Mississippi; busco sonar como yo, con todo mi bagaje, pero dialogando con la verdad esencial del blues.
En resumen, el blues es mi casa musical. Es el lugar al que siempre regreso, el fundamento que da sentido a todo lo demás. Es catártico: puede hablarte de la tristeza más profunda, pero al compartirla, al transformarla en música, te libera de ella. Es, al final, un lenguaje universal que nos recuerda que no estamos solos en nuestras batallas. Le he dedicado mi vida porque es el lenguaje que mejor me permite hablar desde el corazón.
¿Quiénes son tus influencias principales en tu estilo de tocar la guitarra?
Es una pregunta difícil porque mi estilo es, creo, el resultado de una conversación constante entre todas las músicas que amo. No busco sonar exactamente como ninguno de ellos, sino que han contribuido con piezas esenciales a mi forma de entender la guitarra. Si tuviera que nombrar a los pilares, sin duda serían los tres reyes del blues: B.B. King, Albert King y Freddie King. De ellos aprendí el poder de la economía, que cada nota debe tener un propósito y un feeling devastador. B.B. me enseñó que el vibrato puede llorar y cantar al mismo tiempo.
Luego, Jimi Hendrix fue una revolución total. Él expandió para siempre lo que se podía hacer con una guitarra eléctrica, no solo técnicamente, sino como una fuerza cósmica y expresiva. Y Eric Clapton, en todas sus eras, fue mi maestro de cómo contar una historia con una frase melódica y llena de alma. Pero mis influencias van mucho más allá del blues tradicional.
Frank Zappa me enseñó el irreverente poder de la composición, el humor ácido y la libertad absoluta para fusionar géneros. De los guitarristas del rock progresivo—como Steve Howe de Yes o David Gilmour de Pink Floyd—aprendí sobre la atmósfera, el espacio y la construcción de solos que son viajes en sí mismos.
Y no puedo olvidar una influencia absolutamente crucial y formadora: el rock argentino. La actitud cruda y callejera de Pappo, la sofisticación melódica y poética de Luis Alberto Spinetta, y la potencia de guitarristas como David Lebón o Ricardo Mollo me dieron una identidad y una raíz latina que es inseparable de mi sonido. Ellos me mostraron que se puede tener una voz propia y powerful sin tener que sonar como un guitar-hero estadounidense. En resumen, mi estilo es un cruce de caminos: la emoción pura del blues de Chicago, la actitud explosiva del rock, la audacia de Zappa y la pasión única del rock argentino. Todos ellos dialogan cada vez que levanto la guitarra.

¿Cuál ha sido tu trayectoria en la música hasta hoy en día?
Mi camino ha sido un viaje de dos vías paralelas que, con el tiempo, se fundieron en una sola: la intuitiva y autodidacta, y la académica y formal. Empecé como muchos, de manera totalmente autodidacta.
Era ese joven que se encerraba con los discos, escuchando una y otra vez los solos de sus héroes del blues para tratar de descifrar cómo hacían para sonar con tanta alma. Empecé con las escalas pentatónicas, descubrí la escala de blues, y luego fui expandiendo el lenguaje con modos como la mixolidia. Tuve la suerte de tocar con amigos músicos y de que uno de ellos, Pela Tangir—un científico brillante y un músico tremendo— me enseñara mis primeros acordes. Esa fue mi base: el oído, la pasión pura y el blues como imán.
Paralelamente, y porque sentía la necesidad de entender la música en profundidad, busqué una formación académica. Estudié jazz y guitarra eléctrica en la universidad y me gradué en Docencia de las Artes con especialidad en Música. Pero el verdadero parteaguas en mi vida, lo que definió mi pensamiento musical para siempre, fue el haber tenido la inmensa fortuna de estudiar composición durante diez años con el maestro Víctor Rasgado.
Víctor, quien falleció el año pasado y fue discípulo directo de Franco Donatoni en Milán, no fue solo un maestro; fue un guía. Su sistema pedagógico era humanista, colaborativo y nunca competitivo. Él nos sumergió en la música contemporánea, la atonalidad y el serialismo, pero su lección más grande fue siempre incentivarnos a encontrar nuestra propia voz. Nos insistía en que todas las músicas, desde el blues más crudo hasta la sinfonía más compleja, comparten elementos y deben ser coherentes en su discurso y sostenerse por sí mismas.
Esa formación con él fue mi gran escuela. Me abrió las puertas para estrenar decenas de piezas propias para orquesta sinfónica, ensembles de cámara, bandas y tríos, trabajando con músicos de un nivel extraordinario. Esa experiencia es la que me lleva a definirme, quizá, más como un compositor que toca la guitarra que al revés.
Hoy, todo converge. La libertad visceral del blues y el rock que aprendí por mi cuenta dialoga constantemente con el rigor compositivo y la búsqueda de coherencia que me inculcó Víctor. Mi trayectoria es el resultado de ese cruce: la emoción que nace de una pentatónica y la estructura que te da el saber por qué esa nota, en ese momento, es la correcta.
¿Desde cuándo y cómo es que se formó La Mezcalera Blues Band?
La Mezcalera Blues Band nació de uno de esos encuentros fortuitos y mágicos que solo pasan en un lugar como Oaxaca. Hace un poco más de dos años, yo estaba inmerso en la escena local, tocando jazz en trío y liderando mi propio proyecto, el «Eduardo Farrés Real Project«, donde exploraba fusionar el jazz y el blues con las sonoridades de la música tradicional del sur de México.
En uno de esos conciertos, apareció Gonzo. Recuerdo perfectamente ese momento. Se acercó después del show, y hubo una conexión inmediata. Hablamos de música, de blues, de nuestras influencias, y sentí que estaba frente a un espíritu afín. Pero lo más importante sucedió cuando lo escuché cantar.
Hacía muchísimo tiempo que no conocía a un músico que me emocionara tanto. Tenía una voz con una autenticidad arrolladora, un poder visceral y un feeling que venía directamente del alma. Era pura pasión y raw blues. En ese instante, lo supe todo.
Fue una decisión visceral e inmediata. Dejé todos mis otros proyectos musicales de lado en ese momento porque entendí que había encontrado no solo a un cantante excepcional, sino a un compañero de viaje para algo mucho más grande. Juntos, ese mismo día, fundamos La Mezcalera Blues Band. No fue un plan a cinco años; fue la chispa que se encendió en un segundo y que decidimos avivar hasta convertirla en el fuego que es ahora.
¿Quiénes son los integrantes actuales de la banda? ¿Nos comentas una breve semblanza de cada uno de ellos?
Sin duda, lo más valioso que tengo es a mis compañeros de banda. Son, sencillamente, los mejores músicos con los que he tenido el privilegio de tocar, y cada uno aporta una pieza única e irremplazable al sonido de La Mezcalera.
Empezando por Gonzo, nuestro cantante y guía. Es un genio para escribir y tiene una presencia vocal arrolladora. Su historia es parte fundamental de su autenticidad: se fue a los Estados Unidos y aprendió a cantar blues en las mismas fuentes, lo vivió en carne propia. Eso le da una credibilidad y una emoción a su interpretación que es imposible de falsificar.
Luego está Erick, un verdadero maestro del órgano. Es uno de esos músicos raros que entiende profundamente el lenguaje del blues pero que también dedica gran parte de su vida a tocar en los órganos históricos de Oaxaca, instrumentos construidos hace 400 años. Recuerdo un concierto suyo en la iglesia del barrio de Xalatlaco: escucharlo interpretar a Bach y a compositores novohispanos fue un viaje alucinante. Tener a un músico de ese calibre y con esa sensibilidad en la banda es un lujo absoluto.
En la batería, Seamus es un titán. Es un músico obsesivo y un estudioso profundo de su instrumento. Puede desde descifrar los compases más complejos hasta explicarte la esencia de un shuffle tradicional con una claridad pasmosa. No es casualidad que sea uno de los bateristas más destacados de Oaxaca; su rigor y su groove son el motor que nos impulsa.
Y cerrando el círculo está Emanuel Trinidad, nuestro bajista. Cuando pienso en él, solo puedo decir que tengo muchísima suerte. El tipo no se equivoca nunca. Es un músico joven, con la personalidad típica del bajista: habla poco, pero su instrumento siempre hace la diferencia. Es un devoto de Jaco Pastorius y estudia con dedicación cómo acompañan los grandes bajistas de blues, lo que le da una base sólida y un feel increíble.
Más allá de su talento individual, son bellos seres humanos. Tengo la enorme fortuna de hacer música con estos tremendos instrumentistas, y eso es lo que hace que La Mezcalera suene con el alma y la potencia que tiene.
¿Cómo se conforma el repertorio del grupo?
Nuestro repertorio es un viaje que busca honrar las raíces del blues al mismo tiempo que contar nuestras propias historias. Es un setlist muy dinámico que se adapta a la energía de la noche y del público. Por un lado, somos profundamente respetuosos con la tradición. Tocamos blues clásico, a veces con versiones muy fieles a los originales de Chicago o Mississippi, y las cantamos en inglés porque así surgieron, es parte de su esencia. Es nuestra forma de rendir tributo a los maestros que nos enseñaron todo.
Pero también nos gusta tender puentes. Incluimos «Blues Local», como de Pappo y «Despiértate Nena» de Pescado Rabioso. Esto conecta la tradición estadounidense con la poderosa herencia del rock y blues latino, mostrando que el feeling es universal. Y, por supuesto, según la noche y el feeling, podemos colar algunos clásicos de Eric Clapton de su época con Cream o John Mayall, que siempre son un deleite para tocar y para el público.
Sin embargo, el corazón y el futuro de la banda está en nuestras composiciones originales. Trabajamos mucho en ellas. No solo buscamos un buen groove; queremos contar historias con las que la gente se emocione. Muchas de nuestras letras hablan de temas crudos y reales: la migración, la resiliencia, la lucha diaria… son blues hecho desde nuestra experiencia y nuestra realidad.
Para eso, me confieso un obsesivo de la guitarra. Paso muchas horas con mi instrumento, puliendo ideas, buscando el sonido y la frase correcta que transmita esa emoción. Al final, tener la suerte de vivir de la música es eso: poder dedicarle ese tiempo y esa pasión para que cada noche, nuestro repertorio suene con la verdad que merece.
¿Nos compartes algunos videos del grupo?
¿Cuáles son tus proyectos a corto plazo?
Mis planes son claros y están absolutamente centrados en la música, que es el motor de mi vida. A corto plazo, mi proyecto más importante es seguir estudiando el blues de manera rigurosa y profunda. Para mí, este género es un pozo sin fondo del que siempre se puede aprender algo nuevo, y mi sed por entenderlo y vivirlo más intensamente no se sacia nunca. Es una búsqueda de por vida.
Por supuesto, eso se traduce en seguir tocando y creciendo con La Mezcalera Blues Band con toda la intensidad que podamos, hasta que, como digo yo, mi alma emigre hacia otros universos. Este grupo es mi familia musical y mi canal principal para expresar todo lo que siento a través de la guitarra. Queremos seguir componiendo, grabando nueva música propia que refleje nuestras historias, y llevando nuestro blues a donde nos lleve el camino.
En resumen, mi proyecto es no dejar de hacer lo que amo. La música está en el centro de todas mis motivaciones, y mi único plan es profundizar en ella, honrarla y compartirla con la mayor honestidad posible.
¿Blues en Oaxaca?, que nos puedes contar al respecto.
Puede sonar a contrasentido, pero para mí, el blues en Oaxaca es lo más natural del mundo. Aunque el blues nació geográficamente lejos de aquí, habla un lenguaje universal del alma que cualquier ser humano, de cualquier cultura, puede entender si lo ha vivido.
Oaxaca es un estado de una riqueza cultural y una profundidad emocional abrumadoras. Es una tierra de fiesta y color, pero también de una melancolía profunda, de lucha, resistencia y una belleza áspera y auténtica que está en perfecta sintonía con el espíritu del blues. El duende flamenco, el saudade brasileño, el blues… son primos hermanos. Aquí, ese sentimiento existe; es la nostalgia por lo que se fue, la lucha por salir adelante, la injusticia, pero también la esperanza y la celebración de la vida. El blues es la banda sonora perfecta para eso.
Además, hay una escena bluesera sorprendentemente vibrante y llena de talento en la ciudad. Hay músicos excelentes, bandas nuevas y un público que, aunque no es masivo, es muy fiel y apasionado. La gente lo recibe con el corazón abierto porque, en el fondo, reconoce esa honestidad cruda. No es una moda importada; es una emoción exportable que aquí encontró un hogar.
Por eso, tocar blues en Oaxaca no me parece extraño. Al contrario, siento que estamos plantando una semilla en una tierra fértil. Le estamos dando un lenguaje nuevo para expresar viejas verdades que los oaxaqueños conocen muy bien. Es un diálogo precioso entre el Mississippi y los Valles Centrales, y es un honor ser parte de él.
¿Participas en algún otro proyecto musical aparte de la banda de blues?
Absolutamente. La música para mí es un universo de posibilidades, y me fascina explorar sus distintos lenguajes. Mi otra gran pasión, que desarrollo en paralelo al blues, es la composición para artes escénicas, específicamente para danza contemporánea.
Hace veinte años, junto con la coreógrafa Laura Vera —una artista extraordinaria, con un talento inmenso que solo es equiparable a su sencillez y amabilidad— y otros creadores, fundamos una compañía escénica interdisciplinaria. Para ella, he tenido el privilegio de componer y estrenar cerca de cincuenta partituras para ballet que se han presentado en muchos foros nacionales e internacionales. Es un trabajo que me apasiona profundamente.
Precisamente este año, es un honor y una dicha volver a colaborar con la compañía de Laura en la gira Escenarios IMSS 2025-2026. Presentaremos la obra «Crista, donde agonizan las chicharras«, en la que hacemos música en vivo junto al tremendo músico Miguel Frausto —uno de los artistas más talentosos que he conocido—, con quien llevamos muchos años creando juntos para las artes escénicas. Esta obra, que se presentará en teatros como el Xola y el Félix Azuela, está especialmente dedicada a la resistencia del honorable pueblo palestino, lo que le da una potente carga humana y política a nuestro trabajo.
Y en un plano más íntimo y familiar, también estoy inmerso en la composición de una nueva pieza para guitarra barítono y contrabajo. Esta obra será estrenada por mi hijo, el contrabajista Emiliano Farrés, como parte de su proyecto para promocionar y estrenar obras de autores que vivimos en Oaxaca. Es un proyecto muy especial que me llena de orgullo. Así que, sí, mi vida musical es un constante ir y venir entre el blues más visceral y la música compuesta para la danza y la cámara. Son dos mundos que se alimentan mutuamente y que me permiten expresar diferentes facetas de lo que siento.
¿Cuáles son algunas de las lecciones más importantes que has aprendido de tu experiencia en la música?
A lo largo de los años, la música me ha regalado lecciones que van mucho más allá de lo técnico; son enseñanzas para la vida.
- La honestidad es lo único que perdura. Lo aprendí primero de Spinetta y luego del blues. Puedes tener una técnica impecable, pero si no tocas con verdadera emoción, si no pones el alma en lo que haces, la música se vuelve vacía. El público siempre siente la diferencia entre un alarde técnico y una verdad emocional.
- La música es un lenguaje de conexión humana, no de competencia. Mi maestro Víctor Rasgado me lo inculcó con su pedagogía colaborativa. No se trata de ser mejor que los demás, sino de encontrar tu propia voz y usarla para conectar con los otros: con tu banda, con el público, con otros artistas. Es un diálogo, no un monólogo.
- La curiosidad y el estudio nunca terminan. Por más que lleves décadas tocando, siempre hay algo nuevo que descubrir, ya sea en la profundidad de una escala de blues, en la complejidad de la música contemporánea o en la tradición de un son oaxaqueño. El día que dejas de aprender, dejas de crecer como músico.
- El contexto y la historia dan profundidad. No se puede entender el blues sin entender la historia de lucha y resiliencia que hay detrás. No se puede hacer música para danza sin comprender el movimiento del cuerpo. La música no existe en un vacío; se nutre de la vida, la cultura y las luchas que la rodean.
- Encontrar tu tribu lo es todo. La química con Gonzo, Rick, Emmanuel y Seamus (Chema) en La Mezcalera, la colaboración de décadas con Laura Vera en la danza, la complicidad con Miguel Frausto… la música se multiplica y se enriquece cuando encuentras a esos compañeros con los que compartes no solo talento, sino una visión y un compromiso humano. Eso es invaluable.
En resumen, la música me ha enseñado a escuchar con el corazón, a ser disciplinado por pasión, a colaborar con generosidad y a nunca, nunca, dejar de buscar la verdad en cada nota que toco. Es el mejor maestro que he tenido.
¿Cuál es el equilibrio entre la técnica y el sentimiento en la música?
Para mí, la técnica y el sentimiento no son fuerzas opuestas, sino aliadas inseparables. Es una relación simbiótica donde una potencia a la otra. La técnica sin sentimiento es música vacía; el sentimiento sin técnica, a menudo, es una intención que no logra materializarse por completo.
La técnica es el vocabulario. Es el dominio del instrumento, el conocimiento de la armonía, el entrenamiento del oído. Es lo que me permite saber cómo tocar esa nota que siento. Sin ella, por más que quiera expresar algo profundo, me quedo corto. No podría articular un solo con la fluidez necesaria, ni componer para una orquesta, ni dialogar musicalmente con otros músicos en un nivel profundo.
El sentimiento es la razón de ser de ese vocabulario. Es la emoción, la intención, la historia que quiero contar. Es el porqué y el para qué de la música. Es lo que convierte una serie de notas en un lamento, en una celebración o en una reflexión. Es lo que aprendí escuchando a B.B. King hacer llorar a su guitarra con una sola nota bien colocada.
El equilibrio ideal, entonces, es usar la técnica al servicio del sentimiento. La técnica debe ser la sirviente, nunca la maestra. Debe ser el canal por el cual la emoción fluye sin obstáculos, con precisión y claridad. Un exceso de técnica sin alma se convierte en un mero ejercicio gimnástico. Un exceso de emoción sin control puede volverse caótico e incomprensible.
En el blues, esto es más evidente que en ningún lado. Puedes saber todas las escalas del mundo, pero si no las impregnas de ese feel de angustia, resiliencia o alegría, no estás tocando blues. Y, al revés, puedes sentir el blues profundamente, pero si no tienes la técnica para hacer un bend que alcance la nota correcta, o para mantener un groove sólido, la emoción se diluye.
Mi búsqueda constante es que la técnica sea tan sólida que se vuelva invisible, permitiendo que solo brille la emoción pura. Que la gente no escuche los acordes alterados o la escala mixolidia, sino que sienta la historia que estoy contando. Ese es el verdadero equilibrio.
La vida es más que música, ¿hay algún otro campo que influya en tu vida actual?
Absolutamente. La música es el centro de mi universo, pero ese centro se nutre de otros soles que gravitan a su alrededor. Podría decir que mi vida se sostiene sobre tres pilares fundamentales fuera del escenario: la docencia, la reflexión académica y mi familia.
La docencia es una pasión que descubrí casi de manera natural. Después de formarme en jazz y en guitarra, estudié la licenciatura en Docencia de las Artes. Para mí, enseñar no es solo transmitir conocimiento; es la mejor forma de aprender, de cuestionarse lo que das por sentado y de mantener viva la curiosidad. Es un diálogo constante donde terminas recibiendo mucho más de lo que das. Es un honor poder guiar a otros en su descubrimiento del lenguaje musical.
La reflexión histórica y teórica es otra de mis grandes pasiones. Completé un posgrado en Historia del Arte en la UNAM, y analizar los procesos de creación, circulación y recepción de las artes me fascina. Entender la música no solo como sonido, sino como un fenómeno cultural inserto en una sociedad y un momento histórico, le añade capas de significado profundas a todo lo que hago. Me ayuda a contextualizar mi propio trabajo y a entender el de los demás.
Y por supuesto, por encima de todo, mi familia es el eje absoluto de mi existencia. Son mi base, mi refugio y mi mayor fuente de inspiración. Mi hijo Emiliano, quien también es contrabajista, es un recordatorio constante de que la música es un lenguaje de amor y un diálogo que trasciende generaciones. Mi hija Cora es bailarina contemporánea, ellos son el equilibrio perfecto que me mantiene con los pies en la tierra, sin importar lo intensa que sea la vida artística.
Al final, todos estos campos —el arte, la enseñanza, la historia, la familia— se alimentan entre sí. Mi labor como docente se enriquece con mi investigación histórica, mi música se profundiza con todo lo que aprendo enseñando, y todo cobra sentido gracias al amor y el apoyo de mi familia. Es un ecosistema del cual me siento inmensamente afortunado.
¿Dónde podemos saber de tus actividades?
Suelo publicar en redes sociales, en realidad mi vida es bastante rutinaria.
¿Gustas dirigir algunas palabras a los lectores de Cultura Blues? ¿Algo más que quisieras comentarnos?
Me gustaría, ante todo, agradecer profundamente a Cultura Blues por este espacio y por el invaluable trabajo que hace para difundir y mantener vivo este género que tanto amamos. Y, por supuesto, a ustedes, los lectores, por permitirnos llegar a sus oídos y por ser parte fundamental de esta comunidad.
El blues es mucho más que una estructura de doce compases; es un lenguaje universal de resiliencia, una conversación honesta entre el artista y el público. Los invito a que no solo escuchen blues, sino a que lo sientan y lo vivan. Que exploren sus raíces, que apoyen a las bandas locales —hay talento increíble en cada rincón— y que nunca dejen de buscar la verdad en la música.
Y si me lo permiten, quisiera dejarles una reflexión: el blues no es un museo. Es una tradición viva que se renueva con cada guitarra que llora, con cada voz que canta su historia. No tengan miedo de mezclarlo, de dialogar con él desde sus propias raíces y realidades. Ahí es donde cobra verdadera fuerza.
¡Muchas gracias por el apoyo! Espero poder encontrarnos pronto en algún vivo, compartir la energía de un concierto y seguir haciendo blues con el alma. Un fuerte abrazo.