Colaboraciones

El rock en los parques del D.F. a fines de los años 60

El rock en los parques del Distrito Federal a fines de los años sesenta. Con Javier Bátiz como principal protagonista.

Foto por José Ray Juárez Rivera.

Alfonso Corona del Rosal relata en sus memorias que Ernesto P. Uruchurtu renunció a la jefatura del Departamento del Distrito Federal el 14 de septiembre de 1966, luego de haber ocupado ese cargo durante casi 14 años. Agrega que unos días después, el 20 de septiembre, el entonces presidente de México, Gustavo Díaz Ordaz, lo nombró como nuevo titular del puesto vacante. El flamante jefe, a su vez, hizo las designaciones respectivas para conformar su equipo de trabajo. Entre ellas, eligió como titular de la Dirección General de Acción Social a un joven abogado de nombre Jesús Salazar Toledano, una de cuyas principales misiones era organizar eventos culturales con el fin de acercarlos a la población de escasos recursos, en vísperas, y con motivo de, los XIX Juegos Olímpicos, a celebrarse en México en octubre de 1968.

La programación de esas actividades incluía foros académicos y literarios, exposiciones, lecturas de poesía, funciones de teatro, danza, ópera, ballet y música. En estas últimas participaron intérpretes de música popular mexicana, figuras internacionales, cantantes de moda, y como una innovación significativa se incluyó la participación de grupos de jazz y rock, antes ignorados por ser vistos como “extranjerizantes”. Las presentaciones tuvieron lugar en espacios cerrados (teatros, museos, auditorios) y abiertos (plazas, parques dispersos a lo largo y ancho de la ciudad), siendo el escenario principal en este caso la Alameda Central. Los exponentes del rock eran desconocidos, pero tuvieron como punta de lanza a un cantante tijuanense que ya había destacado en escenarios capitalinos, el guitarrista Javier Bátiz, cuyo rol en esa política examino en este espacio. Dio su primer concierto al respecto en 1967.

Con motivo de los XIX Juegos Olímpicos ‒anota Corona del Rosal en sus memorias‒, viajaron a nuestro país artistas destacados del extranjero, quienes se presentaron en teatros y auditorios de la capital.

El presidente Díaz Ordaz aprobó mi solicitud en el sentido de llevar esas expresiones culturales a los principales parques de la ciudad, con objeto de que los habitantes de escasos recursos también tuvieran acceso a ellas. Así, miles de capitalinos asistieron a los 40 festivales realizados cada semana, los cuales sumaron un total de 800.

Entre los prestigiados artistas que participaron en esos festivales cabe mencionar a Josephine Baker, Raphael, la Orquesta Sinfónica de Moscú, Ray Charles, Louis Armstrong, el Ballet Real de Londres y el poeta Eugenio Evtushenko, quien se presentó en la Arena México ante más de 20 mil espectadores.

Asimismo, en la Alameda Central se verificaron dos festivales de jazz, en los cuales intervinieron sobresalientes músicos mexicanos, así como la Orquesta Sinfónica de Xalapa, que interpretó a Gershwin y Cole Porter.1

La estrategia de difusión arriba descrita inició en enero de 1967 y se extendió hasta 1970 ¿Cuál fue el balance específicamente de los conciertos de rock tres años después? La revista Pop, que encabezaba los medios impresos dedicados al rock, hizo una evaluación positiva, al grado de otorgarle a Jesús Salazar Toledano el premio Pop’69, “por difundir la música de rock en los parques públicos”.

Víctor Blanco Labra, entonces director de la publicación, entrevistó al funcionario haciéndole una serie de preguntas relacionadas con la seguridad de los conciertos y la ocurrencia de disturbios. La amplia entrevista, desplegada en tres páginas, fue publicada en el número 59, el 15 de julio de 1970. Cito textualmente algunas de las interrogantes formuladas y sus respuestas sin seguir el orden original.

POP: ¿Cómo surgió la idea de presentar los conciertos populares gratuitos en los parques públicos?

JST: Hace tres años, no sé si recuerdes, se llevaban a cabo audiciones de música tradicional, fundamentalmente, en algunos parques públicos, La intención era más que todo, dar un fondo musical a los paseantes y a los turistas. Al llegar aquí a Acción Social, nosotros pensamos que más que procurar un fondo o un ambiente indirecto a la reunión popular en los parques públicos, fuera precisamente el festival el centro del atractivo de esas reuniones populares. El medio de comunicación entre Gobierno y pueblo, en la forma más amable y cumpliendo desde luego con un servicio público, ya que consideramos que no es una concesión gratuita o generosa, sino una obligación del Gobierno y de todo régimen democratizar el divertimento y la cultura. En este caso, que tenga acceso las clases humildes que no pueden asistir a los centros nocturnos y a otros lugares de paga, para que puedan presenciar la actuación de grupos de música moderna y demás artistas. Esa es la preocupación del gobierno, proporcionar esos espectáculos y muy especialmente los de música moderna, que es la música de la juventud, porque como tú sabes, de cada tres habitantes de México, dos somos jóvenes.  

POP: ¿Has tenido problemas para controlar las multitudes que se concentran, principalmente en la Alameda Central que es de miles de personas, cuando presentas espectáculos rocanroleros?

JST: No. Afortunadamente no. El tumulto, porque en realidad no fue problema, provocado por Raphael en la Alameda, hizo que el jefe del Departamento construyera el que ahora es el Auditorio Agustín Lara, con toda la dignidad que se merecen los artistas, con camerinos, vestidores, equipos de sonido, etc. Desde luego notamos el entusiasmo de los jóvenes cuando presentamos a los grupos rocanroleros. De ninguna manera hemos tenido desorden o problema. Todo lo contrario.

Para ese entonces, ya radicaba en la capital mexicana, procedente de su natal Tijuana, un músico de nombre Javier Bátiz, quien había ganado popularidad gracias a su forma de cantar y tocar la guitarra. Fue elegido para encabezar la nueva programación musical, dando su primer concierto en 1967 en el parque Esparza Oteo de la colonia Nápoles.

POP: ¿Cuánto tiempo hace que incorporaste el Rock a estos conciertos, que creo que fue Javier Bátiz el primero en presentarse en un parque y no en la Alameda?

JST: Efectivamente. Fue hace tres años en el parque Esparza oteo [sic], de la colonia Nápoles. Desde entonces lo destinamos para presentar ahí, la música moderna, la música de rock. Javier Bátiz con su grupo fueron los primeros en actuar ahí, gentilmente acudieron a nuestra invitación a colaborar con nosotros actuando semana a semana.

Respecto a la participación de Bátiz en la programación musical dirigida por Salazar Toledano se ha publicado que el guitarrista participó en el primer concierto masivo celebrado al aire libre en México, en la Alameda, pero hay indicios que echan abajo esta versión. El perfil que leemos en Wikipedia menciona que para 1968 Bátiz ya era muy popular, y que “esa popularidad lo llevó a presentarse en 1969 [en] el primer concierto masivo al aire libre en México celebrado por autoridades del entonces Departamento del Distrito Federal en la Alameda Central y en donde, según cálculos de testigos presenciales, Javier tocó ante una audiencia de por lo menos 18 mil personas”.

Nótese que esos datos carecen de una fuente que apoye su veracidad, la misma enciclopedia indica que se requiere una cita. Sin embargo, a raíz del fallecimiento del guitarrista, el 14 de diciembre de 2024, a los 80 años, ese párrafo se reprodujo sin corroboración alguna en diversos medios informativos, entre ellos La Jornada y Excélsior.

No me fue posible comprobar si ese concierto multitudinario tuvo lugar o no. Sí me consta que Javier Bátiz no lo menciona en las entrevistas que consulté, impresas o grabadas, pese a que pudo haber sido un importante hito en su trayectoria y en la historia de los conciertos masivos en México. Bátiz no hubiera perdido la oportunidad de pregonar ese logro. Raro es, también, que dada su importancia Jesús Salazar Toledano no lo resalte en el balance que hace con Víctor Blanco Labra en la entrevista arriba citada.

Como quiera que sea, lo cierto es que el primer concierto masivo que se realizó en la Alameda, como parte de la estrategia de difusión cultural planteada por el jefe de gobierno, no guarda relación con el roquero, sino con el concierto que dio el cantante español Raphael, el 11 de febrero de 1968, mismo que orilló a las autoridades a replantear sus medidas de seguridad debido al descontrol que hubo entre la asistencia. Jorge Vázquez Ángeles escribió una excelente crónica al respecto en el sitio web Metrópoli Ficción, publicada el 13 de noviembre de 2014. Cabe apuntar que entre otros conciertos masivos celebrados en la Alameda tenemos los estelarizados por Celia Cruz, Massiel y Lucha Villa.

Bátiz, pieza clave

¿Cuáles pudieron haber sido las razones por las cuales Javier Bátiz fue elegido para encabezar la programación de los roqueros mexicanos en los parques públicos del entonces Distrito Federal? Haré una breve síntesis de su trayectoria, abarcando solamente algunos aspectos indispensables de sus inicios que me permitan trazar una respuesta.

La historia personal que el mismo Javier se encargó de difundir a lo largo de su existencia en intervenciones públicas, nos dice que nació el 3 de junio de 1944 en Tijuana, Baja California. Empezó a tocar profesionalmente en 1957, a los 13 años, en bares, cantinas y cabarets de su ciudad natal, ostentando un estilo cultivado a partir de la devota escucha de músicos de blues programados en una estación de radio local (XEAU).

Le tocó tratar con públicos difíciles, broncos, pero aprendió a captar su atención con una combinación de carisma personal y una música que sonaba agresiva en comparación a lo que regularmente se escuchaba.

Al tiempo que se incrementaba el prestigio de su grupo los TJ’S, también crecía la escena de las bandas de rock en Tijuana. Después de cinco años de intenso trajín musical, recibió una invitación por parte de Los Rebeldes del Rock para que se integrara al grupo como cantante, en sustitución de Johnny Laboriel, quien seguiría como solista. Con ese propósito Javier se trasladó a la capital en 1963, pero el plan finalmente no se realizó, siendo Roberto Moreno quien ocupó el lugar de Johnny.  Sin embargo, Javier permaneció en el capital apoyado por los hermanos Tena, fundadores del quinteto anfitrión. Regresó a Tijuana 36 años después.

Convertidos en empresarios, los Tena abrieron un café cantante conocido como El Harlem, que se encontraba en el cruce de Avenida Universidad y Río Churubusco, donde Bátiz tuvo actuaciones exitosas que luego se repitieron en otros foros, dando lugar a que su presencia en escenarios capitalinos fuera cada vez más notoria. Este fenómeno se vio favorecido con la publicación de su primer y único elepé con su nuevo grupo, The Famous Finks (Peerles / ECO, 1964).

Podría decirse que para 1967, cuando es invitado por Jesús Salazar Toledano, Bátiz estaba integrándose a la vida artística de la Ciudad de México más allá de la música, con gente del ámbito literario, cinematográfico, teatral y televisivo, su popularidad iba en aumento, y para 1968 ya era toda una figura, la más cercana al prototipo de una estrella del rock. Así que es dable inferir que este factor, el de su popularidad, fue el que más influyó en su elección.

Pero hay otros elementos que considerar al respecto: empezando por su estilo, incomparable, muy diferente al de las agrupaciones de rock en español que dominaban el panorama de entonces. Impresionaba con su desenvolvimiento ‒tenía eso que se llama stage presence‒, la gravedad de su voz enronquecida y el feroz énfasis con que tocaba la guitarra, aspectos que reflejaban su conocimiento de la música negra estadounidense. Su actitud era afirmativa, expresaba en el escenario lo que siempre subrayó en las entrevistas: “Yo soy un guitarrista de blues”.

Otro punto que debe tomarse en cuenta es el repertorio, en el que estaban ausentes las canciones pop italianas, francesas o estadounidenses tan socorridas por otros conjuntos y solistas. Bátiz también hizo covers de temas exitosos, pero se orientó más hacia el soul, rhythm & blues, funk y blues; también recurrió a los ritmos de moda, como el twist y el surf con iguales resultados: experiencias musicales intensas.

A todo lo anterior debo agregar que también desarrolló una efectiva y atractiva dinámica grupal, con espacio para relacionarse con el público con intervenciones habladas inusuales, persuasivas y cargadas con sentido del humor. Quizá sea una descripción grosera, pero su estilo captaba la atención porque cantaba como… negro.

Sirva esta breve síntesis de los primeros diez años de Javier Bátiz en la música para entender por qué fue una pieza importante en la difusión del rock llevada a cabo por el gobierno del Distrito Federal en la segunda mitad de los años sesenta: era un personaje clave para la estrategia de formación de públicos (como se dice ahora), concebida para darle un giro a la difusión de la música popular en espacios públicos, que hasta 1966 había sido nacionalista ‒con música de marimba, mariachi, orquesta‒ y contraria al rock por ser considerado como “extranjerizante”. A partir de 1967, y con miras a la celebración de los XIX Juegos Olímpicos en México, esta política cambió.  

Del nacionalismo ortodoxo al nacionalismo cosmopolita

¿Cómo ocurrió ese cambio y debido a qué? Hay que apreciarlo como el resultado de un complejo proceso, para cuya explicación me valgo del análisis hecho por Katia Escalante Monroy, doctora en Historia Moderna y Contemporánea. Ella realizó una detallada investigación acerca de los cambios que experimentó la difusión de la música en las actividades programadas por el Departamento del Distrito Federal. Abarcó un periodo que va de mediados de los años cincuenta a principios de los setenta, dando a conocer sus resultados con el artículo titulado “Nacionalismo, juventud y difusión musical: las audiciones musicales del DDF en la ciudad de México (1955-1970)”.

En la introducción de su texto, la investigadora plantea que desde los años cincuenta los gobiernos solían exaltar el crecimiento económico que había alcanzado México, tendencia que prosiguió en el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz con un discurso que “se volvió particularmente triunfalista”, por el interés presidencial en “mostrar al mundo un país desarrollado”, en virtud de la cercana realización de los XIX Juegos Olímpicos. Y hace notar que, sin embargo, esa exaltación del progreso tenía su contraparte “en el aumento de las desigualdades, la segregación y la pobreza de amplios sectores de la población”. A lo que se sumaba una creciente politización hacia la izquierda del sector estudiantil (y la proliferación de grupos guerrilleros, agregaría por mi parte).

En este contexto de diversificación de los sectores juveniles, de transformación de sus prácticas culturales, de ansiedad por las actividades políticas de los estudiantes y de organización de los juegos deportivos internacionales, preocupaba la manera de cohesionar a grupos tan heterogéneos en torno a los valores nacionales, la forma de evitar su abandono en una sociedad de consumo acelerado, y la necesidad de construir a una juventud patriótica, pero también moderna y cosmopolita.

En esta coyuntura, la política cultural en la ciudad de México, que sería sede de los XIX Juegos Olímpicos, se transformó. La oficina de Acción Social del Departamento del Distrito Federal cambió la programación de las Audiciones Musicales, que de un contenido hasta entonces marcadamente nacionalista, incluyó jazz y rock pop. Este giro es importante porque las opiniones que se dieron al respecto son ricas en alusiones hacia los jóvenes, respecto a los consumos culturales que se consideraban adecuados e inadecuados para las nuevas generaciones y, además, contienen claras narrativas sobre la manera en la que se esperaba que usaran su tiempo libre.2

En los siguientes apartados, la historiadora analiza los cambios ocurridos en la política cultural orientada a la difusión de la música, bajo la premisa de que “entender el vínculo juventud y música debe incluir el estudio de su gestión y el contexto de su apropiación”. 

Dedica especial interés al periodo que va del sexenio de Adolfo López Mateos, que emprendió una “cruzada mexicanista” debido “a la preocupación por la expansión de géneros musicales estadounidenses en nuestro país”, a los cambios promovidos por Gustavo Díaz Ordaz para ofrecer al mundo una faceta moderna y cosmopolita de México, en el contexto de la celebración de los XIX Juegos Olímpicos.

Entre los funcionarios responsables de gestionar y producir los eventos se encuentran el regente Alfonso Corona del Rosal, Jesús Salazar Toledano, jefe de la Dirección General de Acción Cultural ‒a ambos me referí párrafos arriba‒ y el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, presidente del Comité Organizador de los Juegos Olímpicos, cuyo programa cultural tuvo la paz como eje temático.

En las Memorias de los Juegos Olímpicos, publicadas en 1969, quedó registrada esta valoración: “La acción cultural que viene desarrollando el DDF, no tiene paralelo en el mundo. Posiblemente en otros lugares, y por lo general bajo el patrocinio de instituciones privadas, se realicen espectáculos para esparcimiento de las masas, pero en la ciudad de México, en los últimos tres años, se han organizado cerca de 7 mil audiciones, en todos los rumbos del Distrito Federal”.3

Pudiera parecer que las medidas puestas en práctica propiciaron el reconocimiento del rock como expresión artística, pero no fue así porque su rol en la nueva estrategia fue estrictamente funcional, es decir: dirigido a cumplir un fin específico de entretenimiento (“esparcimiento de las masas”). La novedad, como bien apunta Katia Escalante, consistió en que ese entretenimiento formaba parte de un programa gubernamental que no contemplaba la contención de la música extranjera. Es un fenómeno similar al que ocurrió cuando en 1989 el Festival Internacional Cervantino le abrió las puertas al rock, considerándolo como una forma de encausar el comportamiento juvenil a través de la diversión proporcionada por la música.4

El siguiente párrafo es parte de las conclusiones a las que llega la autora:

Ante lo expuesto a lo largo del texto, podemos notar el agotamiento del nacionalismo ortodoxo en la política cultural del Departamento del Distrito Federal, y concretamente en su programa Audiciones Musicales. La música como una herramienta pedagógica dirigida a la formación de valores nacionalistas y también a la creación de lógicas de convivencia diurna, colectiva y familiar entre los ciudadanos se modificó. Siguió siendo un programa para la socialización y la convivencia colectiva mediada por valores familiares, pero en sus contenidos se propuso que fuera un espacio de expresión con componentes internacionales.5

En esa apreciación encuentro algunos puntos en común con la política de apertura hacia el rock que promovió el gobierno de Carlos Salinas de Gortari a fines de la década de las ochenta. Se impulsó un rock despolitizado y apegado a los valores familiares. La industria discográfica lo hizo a través de una estrategia de marketing denominada Rock en tu idioma (y sus secuelas). Y la voz oficial acentuó el carácter cosmopolita de la política exterior con la plena aceptación de los conciertos masivos, que antes habían estado si no prohibidos totalmente, sí acotados en demasía.6

Entre 1968 y 1971 el rock mexicano experimentó una expansión inédita que tuvo a Javier Bátiz y su blues rock en la vanguardia de una generación creativa y propositiva, la cual entró en declive luego de la manipulación política derivada del Festival de Avándaro. Como palabras finales traigo a cuento la reflexión de la historiadora Katia Escalante, que suscribo totalmente: “… el gobierno no siempre buscaba satanizar el rock o censurarlo, sino que procuró gestionarlo desde las instituciones y aprovecharlo para dar una sensación de modernidad, para atraer a las juventudes a los programas oficiales, e incluso para manejar una idea de tolerancia y respeto hacia las inquietudes de las nuevas generaciones. Este discurso, por supuesto, ocultaba la política seguida por el gobierno frente a las juventudes de izquierda, que, como es sabido, fueron reprimidas a lo largo del sexenio, y en particular el 2 de octubre de 1968, en la Matanza de Tlatelolco”.7


1 Corona del Rosal, Alfonso: Mis memorias políticas. Grijalbo, México, 1ª ed., 1995, pp. 168-169.

2 Escalante Monroy, Katia: “Nacionalismo, juventud y difusión musical: las audiciones musicales del DDF en la ciudad de México (1955-1970)”, en: Meza Huacuja, Ivonne; Moreno Juárez, Sergio (coordinadores): La condición juvenil en Latinoamérica: identidades, culturas y movimientos estudiantiles. UNAM / Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, México, 1ª ed. digital, 2020, p.132.

3 Villasana, Carlos; Gómez, Ruth: “Cuando en el Zócalo capitalino no había shows”, El Universal, 11 de agosto de 2017.

4 Farías Bárcenas, Rodrigo: “Rock en el Cervantino”, en: ¿Quién detendrá la lluvia? 40 años de memoria periodística en torno a la cultura del rock. Ediciones RFB, México, 1ª ed., 2023, pp. 285-286.

5 Escalante Monroy, Katia: Op. cit., p. 148.

6 Farías Bárcenas, Rodrigo: Op. cit., pp. 124-127 y 269-274.

7 Escalante Monroy, Katia: Op. cit., p.149.